Hace 12 años, el 16 de abril de 2009, 300 mujeres afganas
marcharon al Parlamento en Kabul en protesta por la aprobación de una ley que
restablecía restricciones a las mujeres chií similares a las que imponen los
talibanes. Permitía la violación conyugal, limitaba los movimientos de las
mujeres y convertía en delito negar vestirse como deseara su marido.
La ley, firmada incluso por el presidente pro
norteamericano Hamid Karzai, quien gobernó desde 2002 tras la invasión de
Estados Unidos, luego fue anulada. Pero en 2002 Hamid Karzai aprobó un “código
de conducta” cuyas reglas establecen que “las mujeres no deben viajar sin un
tutor masculino y no deben mezclarse con hombres extraños en lugares como
escuelas, mercados y oficinas”. La nueva Constitución de 2004 impedía a Hamid
Karzai ser reelecto por tercera vez y lo sucedió en 2014 su ministro de
Finanzas, Ashraf Ghani Ahmadzai, el mismo que después de jurar resistir tras el
anuncio del retiro de las tropas de Estados Unidos, al día siguiente, el 14 de
agosto, se exilió con su familia en Arabia Saudita. Como se ve, la lucha de las
afganas contra el patriarcado trasciende a los talibanes.
Dos décadas antes de que 1949 Simone de Beauvoir
escribiera El segundo sexo, libro que sentó las bases para el feminismo occidental
del siglo XX con una proclama existencialista: ni esposa, ni madre, ni mujer de
fe, en la segunda década del siglo pasado, cuando Afganistán era todavía una
monarquía, las mujeres afganas ya se rebelaban al patriarcado.
La entonces reina Suraiya Shahzada Tarzi, educada en
Siria con valores occidentales y modernos, hizo públicamente campaña contra el
velo, la poligamia y a favor de la educación de las mujeres. Su marido, el rey
Amanullah Khan, sostuvo solemnemente durante un acto oficial que “el Islam no
requería que las mujeres se cubrieran el cuerpo o usaran ningún tipo especial
de velo”. Allí la reina se quitó su velo frente al público y fue imitada por
las mujeres de otros funcionarios presentes en la reunión.
La segunda década del siglo pasado fue un tiempo en el
que también otras naciones musulmanas emprendían el camino hacia la
occidentalización: Turquía y Egipto, que lograron sostener sus avances, e Irán,
que volvió a radicalizarse a fin de siglo.
El rey afgano Amanullah Khan hizo participar a su mujer
en todos los actos. En uno de ellos dijo: “Soy su rey, pero el ministro de
Educación es mi esposa, su reina”. La reina Suraiya fue la primera dama
musulmana que apareció en público junto con su marido.
Pero no iba a durar: los conservadores afganos tomaron
esas costumbres como una traición a la cultura, la religión y el honor de las
mujeres afganas. El rey Amanullah Khan terminó asesinado y Suraiya murió en el
exilio. La monarquía continuó a los tumbos algunas décadas más manteniendo las
costumbres arcaicas previas hasta que en 1978 una revolución instauró una
república comunista que implementó la igualdad de género. Tampoco duró mucho,
porque con la caída de la ex Unión Soviética en 1993 Afganistán se convierte
definitivamente en un Estado Islámico, el mismo que resurge ahora después de la
intervención norteamericana de veinte años.
Cuando Joe Biden y sus funcionarios del Departamento de
Estado, la CIA y el Pentágono se sorprenden por la desproporción entre los
hechos, su repercusión internacional y la que ellos esperaban tras la salida de
sus tropas de Afganistán denotan su condición de hombres blancos criados en una
generación donde la liberación femenina no era como es hoy, quizás, la
principal reivindicación global.
Geopolíticamente Afganistán puede no ser un país
importante: territorio del tamaño de la provincia de Santa Cruz, solo 30
millones de habitantes al lado de los 300 millones de Pakistán y los 1.400
millones de India, y casi 100 millones de Irán, sus vecinos a este y oeste. Y
desde el punto de vista militar, Estados Unidos completó su misión de erradicar
las bases terroristas desde donde Al Qaeda planificaba atentados como el de las
Torres Gemelas de 2001 (aunque no locales, como el del aeropuerto de Kabul de
ISIS). Pero lo que los generales del Pentágono, miembros de inteligencia
de la CIA y expertos en relaciones internacionales del Departamento de Estado
no ponderaron es que en el siglo XXI la lucha por los derechos de las mujeres
es más universal de lo que en el siglo XX fue la guerra ideológica plasmada
como Guerra Fría.
Son las mujeres del mundo justamente escandalizadas
frente a los burkas lo que hace a la retirada norteamericana de Afganistán una
rendición mucho más deshonrosa que la de Vietnam. Quien mejor explica el
contenido simbólico de las imágenes que día a día se emiten desde el aeropuerto
de Kabul es Ayaan Hirsi Ali.
Ayaan nació en Mogadiscio, Somalia, en 1969. Hija de
Hirsi Magan Isse, líder político que se enfrentó al dictador Siad Barre, Ayaan
recibió una educación islámica ortodoxa y sufrió la traumática experiencia de
la ablación, mal endémico que ataca a las mujeres musulmanas en su más tierna
infancia. Con apenas 22 años, y huyendo de una boda concertada con un primo
lejano, se asiló en Holanda, donde aprendió el idioma en un tiempo récord y
cursó estudios de Ciencias Políticas. En 2001 Ayaan se incorporó al Partido
Socialdemócrata y empezó a labrarse una reputación en pro de la defensa de los
derechos de la mujer en el ámbito musulmán.
En 2003 fue elegida diputada por el Partido Liberal y
nombrada “Europea del año 2006”. Ese año su libro Mi vida, mi libertad provocó
un verdadero revuelo. Su último libro es Presa: Inmigración, Islam y la erosión
de los derechos de la mujer. Luego de hacer una película con Theo Van Gogh, ser
amenazada y tener que vivir con guardaespaldas en coches blindados, se fue a
vivir a los Estados Unidos y está casada con uno de los intelectuales más
brillantes del mundo, Niall Ferguson.
Sobre la salida de Afganistán de las tropas
estadounidenses, escribió: “En los últimos días, he llorado lágrimas amargas
por las mujeres y las niñas cuyo futuro se ha arruinado sin culpa alguna. He
sentido una abrumadora sensación de impotencia, incluso cuando he tratado
personalmente de ayudar a sacar a la gente vulnerable de Kabul. Pero esta
sensación de impotencia está dando paso a un sentimiento de rabia y de
propósito renovado”.
Su testimonio es un reportaje extenso de hoy de PERFIL,
cuya lectura es primordial para comprender la batalla cultural que trasciende
en mucho a la geopolítica que se libra en Afganistán.
Publicado por: Diario PERFIL - Jorge Fontevecchia-Cofundador de Editorial Perfil
- CEO de Perfil Network. – 28/08/21 -
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